La vida de Joaquina llega a su fin, mientras su obra muestra cada día más síntomas de vitalidad. Lydia Martín Bendicho retrata el contraste en su libro Joaquina de Vedruna (Editorial Claret). “De todas partes piden Hermanas. Cada día aumenta el número de las jóvenes que desean formar parte de su familia religiosa. Y con acento entrañable [Inés] le recuerda sus palabras, ‘cuando muera el Instituto crecerá’”, escribe Lydia Martín . En el día del aniversario de la muerte de la fundadora, reproducimos el capítulo “Año 1854”.
Le comenta el bien que está haciendo a los pueblos su Fundación. Su Obra dará mucha gloria a Dios. De todas partes piden Hermanas. Cada día aumenta el número de las jóvenes que desean formar parte de su familia religiosa. Y con acento entrañable le recuerda sus palabras, “cuando muera el Instituto crecerá”. Inés le dice también que la satisfacción que le produce todo esto es natural, pero la vejez y la enfermedad conllevan una experiencia más de pobreza. Las Hermanas pueden pasar sin ella. Después de su muerte todo continuará igual y quizá mejor. La madre aprieta la mano de la hija en señal de asentimiento. Su deseo sigue siendo el mismo de toda su vida, hacer sólo y únicamente la voluntad de Dios. Esta es su hora. Las palabras de Inés pueden parecer duras, pero no lo son. Así la educó su madre, en la verdad. Falsear las cosas por una vulgar satisfacción nunca fue el estilo de la familia de Mas y de Vedruna.
Joaquina de Vedruna se desmorona. Físicamente ha llegado ya a la invalidez. El cariño de las Hermanas disimula inconscientemente sus limitaciones, aunque presienten que muy pronto quedarán huérfanas. Muchas no se dan cuenta, pero prácticamente ya casi lo están. Hace más de un año que la Madre no ha visitado las casas y el Padre Estaban Sala, Director General, ha sido reclamado por los Hijos del Padre Claret. Es su superior y se debe a ellos. Desde el 11 de marzo de 1852 tampoco tienen obispo. Por otra parte el grupo Vedruna parece floreciente y seguro. Lo forman unas 150 Hermanas repartidas en 24 comunidades. Tienen fama de generosas y austeras, y viven solidarias con los más débiles. De todo el principado solicitan su trabajo y colaboración.
En marzo de este año se abren dos nuevos establecimientos. El día de San José se inaugura el de Belipuig. Lo solicitan don Jaime Ripoll, que deja su casa para que se instale en ella un colegio, y el Ayuntamiento que les ofrece la plaza de la escuela pública en propiedad. El día 25 otra comunidad entra a formar parte de la dirección y administración de la Casa de Caridad de Sabadell. La Madre, aunque ha seguido estas fundaciones con interés, no ha intervenido ni en sus trámites ni en la inauguración. En su lugar ha ido Veneranda. Belipuig desea potenciar la educación cristiana de las niñas. Sabadell quiere salir al paso de algunos problemas que se están originando. El aumento de población es sorprendente y la crisis industrial una realidad que preocupa. La falta de trabajo y los salarios muy bajos exigen mayor atención a la enseñanza gratuita y a los pobres, que por falta de recursos se albergan en un asilo sin asistencia conveniente.

La venerable Paula Delpuig
Desde Vic Paula Delpuig ve las cosas con inquietud. En sus oídos suenan todavía las palabras de la Fundadora, “tú cuidarás de todo y del noviciado”, y esto influye, sin duda, para que la realidad tome ante ella una dimensión distinta. Con insistencia pide al Señor que conserve y defienda al Instituto como cosa suya. Crece, pero en este momento le falta el puntal.
En abril es consagrado obispo en Barcelona don Antonio Palau. En mayo toma posesión de la diócesis de Vic. La desconoce por completo, pero es un hombre de acción rápida y tajante. A su manera capta la situación del Instituto de Joaquina de Vedruna. Y sin una información completa y objetiva, sin la adecuada preparación para que las Hermanas comprendan y acepten, nombra otro Director y una Vicesuperiora General como sustituta de la Fundadora. Bernardo Sala y Paula Delpuig son los dos escogidos para estos cargos. El decreto que dirige a las Hermanas para comunicarlo tiene algunas inexactitudes que las desconciertan y disgustan. ¿Cómo obedecer a quien ignora sus cosas? Dice que el Instituto no tiene aprobación canónica ni autoridad reconocida. Sin embargo, todas saben muy bien que nació con la bendición de Corcuera. Precisamente él deseaba mucho una obra así y colaboró con ella mientras vivió. Cuando llegan las Reglas a Palau ya están avaladas por cinco obispos y las Hermanas lo recuerdan muy bien. También fueron días de sufrimiento por la imposición de un Director General. A las innovaciones de las personas de gobierno, añade el obispo la promesa de “ulteriores modificaciones”. La inquietud y el temor de la familia Vedruna se hace mayor. Veneranda es para todas la continuadora de la Fundadora. Y otra vez es Joaquina, ya próxima a su muerte, la que tiene que motivar una actitud confiada y sumisa.
En una reunión de superioras que celebran en Barcelona, la Madre las sorprende. Después de unos momentos de silencio, pronuncia el nombre de Paula Delpuig como futura sucesora. ¿Por qué este cambio? Sin duda alguna Joaquina se pone de parte del obispo. Veneranda, una de las cinco primeras, especialmente amada por ella, no es la preferida de Palau. Formada por el Padre Esteban de Olot, fiel a los principios de la Fundación y destinada hacía 24 años en la Casa de Caridad de Barcelona, no se prestaría con facilidad a las innovaciones que se pretendían. Joaquina secunda la actuación del obispo. La seguridad de que el Instituto es obra de Dios y la confianza de que las cosas volverán a ser tal como Él las ha querido siguen siendo realidad. Confianza que no le evita sufrimiento. Éste más bien aumenta con su debilidad. Está enferma. Tiene paralizado el lado derecho y la lengua trabada. Pero tal como dice su confesor, lúcida para las cosas de Dios.

Las Hermanas quisieran ahorrarle toda preocupación. Pero no pueden impedir que lleguen a ella ciertos rumores sobre el aire innovador del nuevo Director General. Ha empezado a visitar las comunidades como si partiera de cero.
Inés va a Barcelona para visitar a su madre. Su relación familiar con las Hermanas le permite seguir muy de cerca el proceso de la Fundación. Sabe mucho del esfuerzo y de la lucha constantes para sacar la Obra adelante. Y fácilmente adivina que más allá de la enfermedad, hay un dolor oculto. Sereno y confiado, pero dolor. Su amor se lo quiere mitigar y le propone una visita a Pedralbes. Ana y Teresa estarán muy contentas de verla.
Ha comenzado el verano. La brisa del mar y la alegría de pasar una tarde con sus tres hijas suaviza las horas del calor. Con cariño y con dificultad instalan a la Madre en un coche. Veneranda y Apolonia les dicen adiós deseando que estén ya de regreso. El estado de la Fundadora es delicado y no ven posible su acceso al locutorio del monasterio. El cochero que adivina su preocupación les asegura que todo irá bien. Joaquina parece admirar las novedades que va encontrando en el paseo, y hasta indica a su hija algo que no existía cuando ella era pequeña. Barcelona es una gran ciudad. Poco a poco la conversación se hace confidencial. Inés le coge la mano con cariño. Desea liberarla de todo lo que la pueda entristecer. No se queja, pero la hija adivina. Le comenta el bien que está haciendo a los pueblos su Fundación. Su Obra dará mucha gloria a Dios. De todas partes piden Hermanas. Cada día aumenta el número de las jóvenes que desean formar parte de su familia religiosa. Y con acento entrañable le recuerda sus palabras, “cuando muera el Instituto crecerá”. Inés le dice también que la satisfacción que le produce todo esto es natural, pero la vejez y la enfermedad conllevan una experiencia más de pobreza. Las Hermanas pueden pasar sin ella. Después de su muerte todo continuará igual y quizá mejor. La madre aprieta la mano de la hija en señal de asentimiento. Su deseo sigue siendo el mismo de toda su vida, hacer sólo y únicamente la voluntad de Dios. Esta es su hora. Las palabras de Inés pueden parecer duras, pero no lo son. Así la educó su madre, en la verdad. Falsear las cosas por una vulgar satisfacción nunca fue el estilo de la familia de Mas y de Vedruna.
La tarde pasada en Pedralbes la rejuvenece. Aunque las palabras salen con dificultad, sus hijas la entienden. Ana y Teresa presienten que es la última vez que la ven y están atentas a grabarlas en su corazón. Las rejas impiden el abrazo de despedida, pero la mirada y la mutua certeza del cariño lo suple todo. Fuera las esperan. Las cosas están a punto para que la madre puede subir al coche sin grandes esfuerzos. Cuando las campanas del monasterio tocan a Vísperas ya están en la Cruz de término. El regreso es dulce y silencioso como el atardecer. Al llegar a la Casa de Caridad el cielo se está volviendo rojo. Veneranda sale a recibirlas con la silla de ruedas, y comprende que la paz y la serenidad de la Madre justifican la salida. Inés se arrodilla para despedirse. Con el brazo izquierdo Joaquina la aprieta contra el corazón y por un momento descansa su cabeza sobre la frente de la hija. El gesto y el silencio son extraordinariamente elocuentes.
Las Hermanas le preguntan con interés por las dos Clarisas y le comentan las novedades de la fundación del colegio de Puigcerdá. Tal vez la enferma recuerda el maravilloso paisaje de la Cerdanya. Pasó por allí camino del destierro a Francia y se le quedó muy grabado. No pensó entonces que aquella población les confiaría un día la educación de su infancia. Joaquina solo sonríe. Paula ha hecho los trámites y ha llevado allí a las Hermanas. Ella no ha intervenido en nada. Muchos creen que ni se ha dado cuenta de que se hiciera.
Apolonia su enfermera y Veneranda, la Hija fiel y superiora de la casa, son los principales testigos de sus últimos días. A ratos parece una niña. Y otras veces dirían que está recogida en oración. Confunde el día con la noche y pide a destiempo que la levanten para rezar. Su oración preferida es el Trisagio.
A mediados del siglo XIX la epidemia del cólera afecta a toda Europa. En el verano de 1854 llega también a Barcelona. Y en la Casa de Caridad que alberga a 1.600 personas se toman precauciones para evitar el contagio. Todo es inútil. En la primera quincena de agosto el número de defunciones diarias es entre 12 y 15. En la tercera semana empiezan a descender. Y el día 28, en el departamento de mujeres, sólo se registra una muerte: “La Fundadora de las Hermanas, doña Joaquina de Mas y de Vedruna”.
Cuando el cólera entró en la casa y se había cobrado ya algunas víctimas lo notificaron a la Madre. Las Hermanas no podían estar a su lado y quisieron justificar sus ausencias. Si las defunciones eran de personas conocidas por ella se las comunicaban y, aunque le fueran especialmente amadas, aceptaba la noticia con paz y gozo interior. La fe iluminó siempre estos momentos de su vida.
A las tres de la madrugada del día 28 se vio atacada nuevamente de apoplejía. Y a las 6 le sobrevino un ataque de cólera. Veneranda que también estaba enferma corrió en seguida junto a su cama. A media mañana, aparentemente mejorada, sin vómitos y muy serena, recibió la unción de los enfermos y la Eucaristía. Todas las Hermanas que pudieron la acompañaron personalmente. Otras sólo con el deseo, pues había enfermos que reclamaban también su presencia. A las once y cuarto murió. Tenía 71 años. El dolor de las Hermanas se mezcló con el de los albergados. Todos repetían las mismas palabras. “Cuánto nos amaba, hemos perdido una madre”.
La fidelidad de Veneranda Font llegó más allá de la muerte. Sabía muy bien quién había sido Joaquina de Vedruna. Y la falta de valoración por parte de algunos en los últimos años, no ensombreció el concepto que de ella tenía. Para Veneranda además de su Fundadora, había sido una mujer extraordinaria. Una mujer enamorada de Jesucristo, dócil a la acción de su Espíritu y entregada a la voluntad del Padre. Amó mucho, siempre y a todos. Una santa, porque como dice Juan, todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. A pesar de su estado de salud y de la situación tan crítica de la casa, actuó con acierto y serenidad. Sabía que el cadáver de la Madre merecía un trato especial. Compró un nicho nuevo y encargó un ataúd forrado de plomo. Hizo venir al notario para que levantara acta de su autenticidad e introdujo una botella lacrada con un certificado firmado por ella misma. Después escribió a José Joaquín el hijo mayor de la Madre, y lo comunicó también a Paula Delpuig la Vicesuperiora General.
Veneranda Font solo sobrevivió 14 meses a la Fundadora. Tal como se lo había anunciado.