La periodista y cineasta Ana Palacios es la autora de las fotografías de “Niños esclavos. La puerta de atrás”, exposición que puede visitarse en el Museo de Misiones Salesianas de Madrid (España) hasta el 27 de marzo. Palacios recorrió diversos centros que trabajan para la recuperación de la infancia sometida a esclavitud sexual y laboral en Benín, Gabón y Togo, entre ellos dos centros Vedruna: el centro Kekeli y Arc en Ciel, hacia los que transmite “gran confianza” por “la labor que realizan”, generando “espacios seguros con tanto cariño y cuidado”.
Te defines como “periodista de formación” que usa la fotografía “como herramienta para el cambio social”. ¿Qué cambio social aspiras a impulsar con esta exposición?
Visibilizar una vulneración que afecta a millones de niños y niñas, de la que el primer mundo sabe muy poco. Si no sabemos lo que sucede no nos suscitará interés o indignación y, así, es difícil que lo queramos transformar. Por eso el primer paso para el cambio social es “conocer”. Conocer el contexto, los motivos, las consecuencias, las historias personales
¿De qué dimensiones del problema hablamos?
La esclavitud infantil afecta a uno de cada cuatro menores en África subsahariana. Según las cifras de la Organización Internacional del trabajo un 23,9% de menores vive bajo alguna forma de esclavitud, el mayor índice del mundo, en esta zona del mundo.
Seguramente, cuando pensamos en esclavitud infantil nuestro imaginario se reduce a la prostitución de las niñas en Asia, a los niños en Latinoamérica picando piedras en canteras o a los niños soldados en África. Sin embargo, la realidad es mucho menos sensacionalista, aunque igual de dramática. La mayoría de estos menores son vendidos por sus familias por pequeñas cantidades y una vaga promesa de una supuesta vida mejor que se traduce en una situación sometimiento y dependencia. Pueden terminar trabajando como servicio doméstico (“internas”) en una casa de renta media-baja, o mendigando de sol a sol, vendiendo agua en las cunetas de las carreteras o atendiendo un puesto ambulante de verduras en un mercado de la periferia de una gran ciudad. Igualmente, se eliminan de un plumazo la mayoría de sus derechos fundamentales: el derecho a la educación, a la salud, a crecer en familia, al juego… Y, por supuesto, sufrirán maltrato físico y psicológico, si no cumplen con las obligaciones que sus “propietarios” les asignan. Confío en que al menos algunas personas que visiten la exposición conozcan esta situación. Así quizá, empaticen con esta causa y, con un poco de suerte, las lleve a la acción.
Antes que la exposición ‘Niños esclavos. La puerta de atrás’, vieron la luz el libro y documental homónimos. ¿Con qué reacciones te quedas? ¿Era las que esperabas o pretendías provocar?
El libro, la exposición y el documental nacieron a la vez, en junio de 2018. Mi intención ha sido siempre dar la máxima difusión al proyecto, y pensé que si lo comunicaba de tres formas diferentes iba a tener más posibilidades de conseguirlo. Quería poder ofrecer el contenido versionado para distintas audiencias, edades, territorios, intereses… No siempre es el mismo público el que se acerca a ver un documental a un cine o en una plataforma, que el que decide comprar un libro o el que entra en una sala para ver una exposición.
Por cierto, ¿por qué el nombre de “la puerta de atrás”?
“La puerta de atrás” hace referencia a la salida de la esclavitud. Es un proyecto que no habla la esclavitud infantil como problema, si no que documenta casos de éxito de algunos de estos niños y niñas que consiguen salir de esa situación traumática y su proceso personal de transformación de un escenario de sometimiento a otro en el que se van a respetar y proteger sus derechos. Es una metáfora para explicar que existe una “puerta de atrás” que encuentran, abren y atraviesan algunos de estos miles de niños y niñas víctimas de esclavitud.
Una crítica frecuente es que a nadie se le ocurre hoy publicar rostros de menores sin todo tipo de consentimientos firmados; con niñas y niños africanos, sin embargo, no son tan habituales esas prevenciones. ¿Dónde pones tú el límite?
Me licencié en periodismo y he olvidado casi todo lo que estudié. Sin embargo, los valores que exige esta profesión los recuerdo todos. Entre los más nítidos, y que me acompañan siempre el mi desarrollo profesional, está la deontología. Nunca cruzaría, al menos conscientemente, una línea que perjudicara o faltara al respeto a las personas sobre las que escribo o que fotografío.
Antes de empezar el proyecto, investigué cuales eran las ONG que me ofrecían garantías éticas y que trabajaran para erradicar situaciones de esclavitud infantil en África occidental. Elegí con quién quería hacer el proyecto y me reuní con sus responsables para llevar a cabo el trabajo bajo su paraguas y, por supuesto, se abordó el tema de la protección de la identidad. Los tutores legales de los menores que he documentado, en su mayoría, eran las propias ONG, estaban de acuerdo con el enfoque de la propuesta para documentar el tema y entraba dentro del marco de lo legal. Antes de empezar a fotografíar, se decidió que cambiaríamos el nombre de los menores y no especificaríamos su ubicación geográfica con precisión para protegerles, y así es como se ha llevado a cabo con los casi cien niños y niñas que aparecen en el proyecto, utilizando siempre imágenes que respetaran y dignificaran al menor.
¿Crees que se ha avanzado en sensibilización, o en la representación de la infancia africana se sigue cayendo en tópicos y actitudes asistencialistas, en la lágrima fácil, etc.?
Yo diría que sí hay más conciencia en los agentes de cambio (ONG, medios de comunicación e instituciones relacionadas con la cooperación y el tercer sector) de lo perjudicial e injusto que es esa simplificación de las historias, la perpetuación de los estereotipos, y la narrativa única. Creo que se trabaja prestando más atención a los códigos de conducta que requieren aclarar las causas, las corresponsabilidades y las consecuencias de una comunicación victimista. Pero también diría que todavía hay mucha labor de sensibilización pendiente, que faltan años para romper estos arraigados esquemas tan simplistas, pero tan efectistas, del niño desnudo con la mosca en el ojo de narrar África y las actividades que se llevan a cabo en los países empobrecidos.
Retratas la vida en centros salesianos, de Mensajeros de la Paz, de Vedruna… Sobre estos últimos, ¿Qué impresión te generaron las visitas a Arc en Ciel (Gabón) y Kekeli (Togo)?
Son centros en los que se respira mucho amor. El hecho de que sean comunidades de religiosas trabajando con menores hay una cálida sensación de atención maternal. Sentía que era un espacio seguro para ellos, con tanto cariño y cuidado y, a la vez, mucha responsabilidad en los procedimientos y protocolos en los procesos de sensibilización y rehabilitación de los menores. Esta combinación le otorga seriedad a los proyectos que se están llevando a cabo en estos centros y me ofrecía una gran confianza la labor que realizan. Y bueno, muy agradecida también porque ¡me hacían sentir como en casa!