Mi muy querida Lidia:
Ayer, viernes de Dolores, amanecí conociendo la más triste de las noticias: que te encontrabas en ese último trance final de pasar a los brazos de Dios Padre-Madre.
Una profunda tristeza se apoderó de mí y los ojos se me llenaron de lágrimas por la impotencia, una vez más, de no poder ir, agarrar tu mano, despedirnos. Pero de repente, sentí paz, una voz interior me decía “vive este trance en comunión con ella”. Y así lo hice. Lo primero pedí al Dios de la Vida, que no sufrieras, que llegara pronto para recibirte en su regazo eterno. Fue un día de revivir, de estar contigo, de volver a pasar por el corazón tantos momentos imborrables vividos juntas, interminables imágenes venían a mi retina, verdaderos trocitos de cielo.
Recordé, perfectamente, el momento en que nos conocimos, al principio de los 80, en una noche del mes de agosto, en la terraza de Carlo Zucchi, con un calor sofocante, buscando un lugar más fresco. Y lo que encontramos fue un lugar de comunión. Empezamos hablando de latín y griego, pasión que tenemos en común, de la enseñanza, de nuestra similar estructura familiar, y terminamos hablando de lo más trascendental y profundo. En unas horas habíamos conectado en lo más profundo del alma, hablando de corazón a corazón. Pocas conexiones similares he tenido en mi vida.
Hoy, uno de abril, sábado de Pasión, ya estás gozando del abrazo eterno de Dios. Te imagino corriendo de un rincón a otro del cielo, saludando, abrazando, amando.
Y es que Lidia, eres, has sido y serás, un ser de luz, excepcional y entrañable. Una mujer fuera de serie, una magnífica religiosa y una Vedruna hasta la médula. Digna seguidora de Joaquina. Me encantaría ver el abrazo que te habrás dado, hoy, con ella, en ese lugar privilegiado que es el regazo del Padre. Porque recuerdo tus abrazos, como profunda acogida, lugar entrañable, regazo de paz.
Sin duda, has encarnado el modelo de mujer que quería Joaquina: mujer fuerte, humilde y diligente.
Nunca te vi triste, ni enfadada. Siempre positiva, animada y animando, con esa profunda alegría vivida y comunicada, que no se puede improvisar ni fingir, sino que nace de la profunda confianza en Él, transmitida en esa sonrisa constante. Siempre te recuerdo riendo. Mujer de sonrisa eterna y con esa mirada profunda con tus ojos azules que me transmitía confianza, paz y serenidad.
Has vivido con pasión tu vocación religiosa, sabiendo entender y conjugar que nuestra existencia consistía en “trabajar por la mayor gloria de Dios y el bien del prójimo”. Y en eso sustentaste tu vida, en vivir profundamente unida al Señor, tanto que lo traslucías, y en dar la vida por la misión, educando, sanando y liberando. Una misión compartida, brillante filóloga clásica, extraordinaria profesora, adorada por tus alumnas y ex alumnas, y, abierta a los signos de los tiempos, ponías la misma pasión en enseñar en el Liceo Clásico como en compartir vida en Prima Porta, Calabria o Albania, en escribir un libro o investigar la historia de la Congregación en Italia. O en estar “tapando agujeros”, hasta que no pudiste más.
Gracias, Lidia, por ser tan apasionada y apasionante, por hacerme siempre vibrar en lo profundo del alma. Por tanto sentido del humor compartido y por tantos sueños tejidos juntas. Unos cumplidos, otros los cumpliremos en la eternidad. Tendremos tiempo.
Gracias, Lidia, por tu fiel y profunda amistad, por esos más de cuarenta años de sentirnos y estar unidas en lo profundo del corazón, en ese lugar recóndito del alma donde viven y permanecen las personas que configuran la vida y de ahí nunca desaparecerás hasta que nos volvamos a encontrar. Doy profundas gracias a Dios por tu vida, por todo lo compartido .
Hoy, la fe me ayuda a creer que ya descansas en los brazos de Dios Trinidad, en los brazos de ese Padre en el que tú siempre confiabas, que caminas con ese Jesús que fue tu compañero fiel de camino y que convives con ese Espíritu que fue el garante de su ser y hacer.
Hasta siempre, Lidia, amiga, hermana. Descansa en Paz. Te quiero.
Concha García Lázaro