Nueve comunidades Vedruna relatan su experiencia en la acogida temporal a personas que necesitan un techo y terminan encontrando un hogar. Las propias comunidades coinciden en que esta experiencia se convierte para ellas en un inesperado “regalo”. La vida de las personas que acogen “no nos deja acomodarnos, nos hace sentirnos vivas”, cuentan desde Alcoy.
“La acogida, entendida como abrir las puertas de la casa, nos ha servido para ensanchar la comunidad y el corazón”; abrir las puertas ha dado un “nuevo sentido de misión”; las personas acogidas “nos han enseñado a abrir la mente y el corazón”…
Las respuestas, casi idénticas, se repiten en las numerosas comunidades Vedruna que han dejado sitio para personas que necesitaban un techo, por lo general jóvenes sin arraigo familiar en España.
También hay familias, como las que últimamente llegan desde Ucrania huyendo de la guerra. Es el caso de una mujer con sus dos hijos, la mayor, de 22 años, con una bebé de 20 meses. Llegaron el día de san José a la Comunidad Vedruna Gallegos, en Navia de Suarna (Lugo). Aunque las diferencias idiomáticas pesan, “nos vamos defendiendo a través del traductor del teléfono”, relata una hermana. Se las ve “contentas”, añade, dentro de la preocupación de haber dejado a sus maridos en el frente. Para la comunidad, “es una alegría poder acoger entre nosotras a esta familia que venía ‘con el cielo arriba y el cielo abajo’», y tratar de que “se encuentren a gusto y con libertad” mientras no les quede más remedio que permanecer lejos de su tierra.
La comunidad de Pan Bendito, en Madrid
En otras casas Vedruna, como la comunidad de Alcoy, la historia viene de muy atrás. “Comenzamos hace ya muchos años con el acogimiento temporal de mujeres maltratadas en coordinación con quienes tenían los casos su cargo”, cuenta Mª Isabel Molpeceres. Después vinieron varias mujeres procedentes de América Latina o el norte de África, a veces con niños a cargo. Son experiencias que ayudan a “conocer con el corazón realidades que sabes de cabeza, pero que solo se conocen realmente con el corazón a través de la convivencia”. Experiencias que provocan un “replanteamiento de nuestra vida”, por lo que “vivimos como regalo la posibilidad de acoger, ayudar, acompañar a estas personas. Sentimos que no les hacemos a ellos tanto favor como el que ellos nos hacen a nosotras”, confiesa. “Su vida no nos deja acomodarnos, nos hace sentirnos vivas y eso es un verdadero regalo”.
Una reacción parecida provoca en la comunidad Vedruna Salvador Giner de Valencia una mujer que llegó hace dos años, procedente de Guinea Ecuatorial. “No le ha ido bien desde que vino”; tampoco ha conseguido hasta ahora traer a España a sus dos hijos, “pero sigue confiando en Dios y en las personas”. “Hace vida normal” con la comunidad y “ha supuesto para nosotras una bendición”, al sacudirnos con su fuerza y su fe”, aseguran las hermanas.
“Con el paraguas de una institución”
La Comunitat Vedruna Carrer Mallorca de Barcelona empezó con acogimientos esporádicos, “durante encuentros parroquiales, diocesanos, o con los encuentros de Taizé”, que congregaron en la Nochevieja de 2000 en la capital catalana a 80.000 jóvenes europeos de diversas confesiones cristianas. Después pasaron a acogimientos más estables, con Loubna, de Marruecos; Sami, de Venezuela; Beatriz Angélica, de Ecuador… En los dos últimos años, la comunidad ha trabajado en colaboración con Migra-Studium, centro social promovido por la Compañía de Jesús en Cataluña. Es importante contar con “el paraguas de una institución que responde y acompaña”, aseguran.
Esta es una constante en varias comunidades Vedruna que llevan ya tiempo dedicadas a estas formas de acogida. La de Larratxo-Donostia (la imagen que abre este reportaje) firmó en 2002 un acuerdo con Cáritas para ofrecer refugio a mujeres sin techo, a menudo enfrentadas a duras situaciones hasta conseguir liberarse de deudas contraídas para el viaje a Europa y lograr un estabilidad laboral y vital en Europa. “En el convivir diario con ellas compartíamos muchas cosas: nos hablaban de sus miedos, de sus familias, de sus preocupaciones, de sus ilusiones de futuro…. Acogíamos sus lloros con cariño y escucha, les enseñábamos a cocinar, a hacer la cama, la compra… Y nos alegrábamos mucho cuando encontraban trabajo y habitación. A fecha de hoy tenemos empadronadas a tres mujeres”, relatan.
La Comunidad de Deusto colabora desde 2019 con la asociación Lagun Artean “para dar respuesta a una de las grandes necesidades de Bilbao: el problema de vivienda para personas migradas”. A pesar de su experiencia intervención social, las hermanas Mª José Laña y Teo Corral tuvieron desde el principio muy claro que esta vez les correspondía asumir otro rol: ser familia con y para cada una de las 12 mujeres que han pasado por la casa, algunas de las cuales terminaron permaneciendo durante más de un año, incluido el intenso tiempo de confinamiento pandémico. Resumen su cotidianidad en dos palabras: “mucha vida”. “Una vida hecha de momentos muy bonitos por tener la suerte de vivir con mujeres jóvenes de distintas culturas, por poder comprender un poco más de cerca lo que viven las personas que dejan su tierra, su familia… Por tener la oportunidad de compartir casa, techo, sueños, frustraciones, búsquedas… Y una vida hecha también de momentos muy difíciles en los que tenemos que volver a encontrar el sentido de lo que hacemos para no perder el norte, para seguir abriendo la casa y el corazón en algunas circunstancias en que tenemos ganas de cerrarlos”.
También la Casa Vedruna Antonio Machado, de Madrid, vive la acogida como un proyecto comunitario pero en colaboración con terceros, con entidades con experiencia en la atención integral a chicos sin arraigo familiar en España, en este caso con frecuencia en tránsito hacia otros países de Europa. “Acogemos a jóvenes migrantes subsaharianos de 18 a 30 años desde octubre 2020”, explican. “Tenemos 10 plazas, 8 para medio o largo plazo (entre 1 y 8 meses aproximadamente), más 2 plazas de emergencia, para 1 o 2 noches. Desde octubre de 2020 hemos acogido a 150 personas”. Ese “vivir juntos nos enriquece a todos, nos enseña a relativizar, a ensanchar el corazón y la mente”. Y enseña también “a saber decir hola y adiós, a crecer en respeto, diálogo y escucha. ¡También se crece en paciencia!”.
Un precedente en Madrid fue la Comunidad de Pan Bendito, convertida en casa de acogida desde 2018, primero para jóvenes subsaharianos y marroquíes , enviados por SERCADE (Servicio Capuchino para el Desarrollo y la Solidaridad). Y desde 2021, “después de una reflexión comunitaria”, “abiertas a un nuevo tipo de acogida”, de varones y mujeres enviados por la Mesa por la Hospitalidad, que aglutina a diversas entidades católicas en la archidiócesis de Madrid. Durante este nuevo tiempo hemos acogido 24 personas, casi las mismas (23) que hubo en la primera etapa. “Esta experiencia de acogida y hospitalidad nos está permitiendo compartir la vida y abrazar la realidad de cada persona en sus dificultades, aspiraciones y sufrimientos”, afirman. “Nos enriquecemos con sus valores, cualidades y capacidades”, desde la máxima de que “ninguna persona es igual y hemos de estar atentas a su realidad”, con “disponibilidad, flexibilidad, trabajo y discernimiento continuo”. Además, “hemos establecido redes con personas profesionales muy comprometidas, de distintas instituciones”, entre las que, además de SERCADE, añaden a la Fundación Raíces, Cruz Roja, la Pueblos Unidos, Darse, Damieta, Luz Casanova, Cáritas…
“La relación con estas personas es una manera de vivir el Evangelio”, resume María Luis Soláun, de la Comunidad Santa Lucía de Vitoria, que ofrece apoyo a personas en dificultades, ya sea por situaciones derivadas de la migración, prostitución, medidas judiciales, consumos… “Nos descubren el gran valor de la persona humana, cualquiera que sea su situación. Nos ayudan a leer y vivir la realidad desde la exclusión. Tomamos consciencia de las estructuras y leyes injustas. Nos abren el horizonte, cuestionan nuestra vida, están presentes en nuestros corazones, conversaciones, oraciones y prioridades”.
No basta la buena voluntad
Una consecuencia obvia es que “nunca sabes cómo irá”, y esto obliga a vivir “abiertas a la sorpresa, a gestionar lo que venga”, apostillan desde la calle Mallorca de Barcelona. Pero una cosa es confiar en la Providencia y otra, muy distinta, lanzarse temerariamente a una aventura sin medir antes bien las fuerzas y las posibles consecuencias en muchas personas. “Esto hay que hacerlo bajo el paraguas de una institución que responde y acompaña”, advierten.
“No se trata solamente de buena voluntad”, coincide la Comunidad de Salvador Giner. De entrada, es preciso un compromiso que exige constancia, “porque puede ser que la acogida se alargue en el tiempo y no podemos cansarnos».
“Hay que valorar bien nuestras fuerzas, nuestras posibilidades reales, el impacto económico, los riesgos imprevistos…”, lo cual aconseja un discernimiento con la Provincia Vedruna Europa “y no solo a nivel comunitario”, apunta la Comunidad de Larratxo-Donostia.
La Casa Vedruna Antonio Machado hizo a fondo ese proceso de discernimiento, hasta llegar a la conclusión de que la acogida “es una oportunidad para nuestra Familia Vedruna y para nuestras comunidades”. Pero “existen muchas formas de acoger” y hay que valorar bien cuál es la indicada en cada caso. No debe darse el paso, en todo caso, sin “tener claro el proyecto por parte de todas las personas de la comunidad, y tener claro cómo se quiere vivir la acogida”. Por un lado, hace falta acompañamiento de “gente profesional, una asociación o personas con experiencia”, y marcar claramente “las condiciones y límites antes de toda acogida, darse tiempos de prueba». En ese discernimiento previo es importante ponderar adecuadamente la salud de la vida comunitaria; esto es, “cuidar espacios de diálogo y oración en comunidad sobre lo que se vive”, y “compartir con otras comunidades que acogen, antes y durante la acogida, para aprender de la experiencia”.
Se trata, en definitiva, de garantizar “una organización interna que permita la coexistencia armónica de la vida comunitaria y la acogida de las personas”, cree la Comunidad de Pan Bendito. Para eso hace falta “que toda la comunidad asuma el proyecto y se implique”. Y contar con “instituciones solventes que respalden el proyecto y hagan el seguimiento legal, laboral… de las personas acogidas…”, no ir por libre”.
Mª José Laña y Teo Corral apuntan, desde Deusto, conclusiones muy similares. “El mínimo primero sería no tomar iniciativas en solitario, sino en relación con una entidad y dejar claro aquello a lo que la comunidad está dispuesta a comprometerse”. “Otro mínimo sería acoger con mucha humildad, sin demasiadas expectativas y con gran sentido de fraternidad: quienes vienen a casa necesitan techo, comida y corazón. Si luego nos descolocan, o nos descolocamos mutuamente, tener capacidad de encajarlo y seguir haciendo la apuesta por la hermosa tarea de la inclusión, del enriquecimiento mutuo”.
En tiempos en los que brota en múltiples ámbitos la solidaridad con refugiadas y refugiados de Ucrania, todas estas casas de acogida se felicitan por este impulso solidario, pero piden que se haga con cabeza, con la preocupación de que estos impulsos nacidos de las mejores intenciones puedan no tener a veces la continuidad necesaria, y terminen provocando daños en esas personas.
En otro sentido, alguna comunidad pide no hacer distinciones en función de la procedencia. “Nos alegra esta gran ola de solidaridad nacida entorno a los refugiados ucranianos”, afirman las dos hermanas de Deusto. “Lo que nos cuestiona es que no exista la misma disposición de acogida para otras personas migrantes de otras latitudes”.