Los signos de los tiempos demandan comunidades cristianas de puertas abiertas, capaces de acoger a jóvenes migrantes, mujeres maltratadas o personas en búsqueda espiritual. La teóloga María Dolores Guzmán lanzó esta propuesta en el último encuentro Galilea.
Para el cristiano, “no es una opción”. Construir familia es parte de su ADN. No se trata solo de los lazos biológicos. Construir comunidad es otra forma de hacer familia, que tiene su continuidad natural al abrirse a una “fraternidad universal”.
Así enmarcó María Dolores Guzmán el tema central del encuentro Galilea celebrado el 14 de noviembre, un punto de encuentro y diálogo dirigido a religiosas laboralmente en activo y laicas y laicos en general que se reconocen en el carisma Vedruna.
Guzmán, profesora de Teología que en la actualidad coordina un grupo de profesores de universidades jesuitas sobre “La dimensión estructural del abuso en la Iglesia”, partió de la definición de familia que hace Jesús en el Evangelio cuando define a su madre y a sus hermanos como a aquellas personas que cumplen la voluntad del Padre.
Más allá de la familia biológica, en definitiva, “hay diversos modos de vinculación”, añadió, refiriéndose en particular a las comunidades de vida religiosa. Pero también existe un elemento que no cambia en todos esos formatos: “hacer familia es profundamente difícil”, en toda circunstancia. Porque “lo esencial, al final, es lo más difícil de vivir”.
De ahí que no sea superflua la apelación a “la caridad” o a “la compasión”, a construir relaciones en los que se reconoce a todos una misma dignidad, frente a planteamientos del tipo: “yo estoy arriba, tú estás abajo”; o “yo te ayudo, qué buena soy”.
Y a ese amor que, según lo define en primer lugar Corintios 13, “es paciente”, y a prende a “acompasarse al ritmo de Dios y del otro.
Para lo cual es decisivo en la vida familiar o de comunidad poner en el centro la oración, “un correctivo siempre para nuestras tensiones”, inevitables por los roces del día a día. Como imprescindible también es ofrecer un espacio de intimidad, en el que descansar y “poder estar en zapatillas, aunque el calcetín esté un poco agujereado”.
Así se construye una igualdad que no pretende negar las diferencias, sino armonizarlas. Ni derogar siquiera esa “ley de hierro de la oligarquía” de Robert Michels, según la cual en todo grupo humano emerge más pronto que tarde un liderazgo, aunque sí a construir un tipo de “vinculación fraterna”, en las que lo común sea “perdonar y ser perdonado”.
Comunidades según los signos de los tiempos
Esa capacidad de perdón, según María Dolores Guzmán es uno de “las claves espirituales de los signos de los tiempos”, llamadas a ser “ejes de reconciliación”, al modo de la comunidad de Taizé.
Otro de esos signos es “la apertura de las comunidades” a personas más allá de sus límites, de modo que se pueda “generar familiaridad con los distintos a nosotros”. “Esa es vocación nuestra”, añadió, pese a que a veces eso genere “confusión” y miedo a la “pérdida de identidad”. Lo esencial, sin embargo, es que “ganaremos en corazón” al abrir “nuestras casas”, ya sea de forma física (Guzmán aludió a varios ejemplos, de religiosas y laicos, en ámbitos como las migraciones o la atención a mujeres víctimas de malos tratos). Pero también de comunidades contemplativas que se han abierto, en respuesta a esa demanda de comunidades que, “frente al ruido, generen experiencias de espiritualidad profunda”.
El nexo común es “el servicio”. Porque –argumentó- “no se entendería que comunidades que se dicen cristianas no vivieran su vida en clave de servicio”.