Alienum phaedrum torquatos nec eu, vis detraxit periculis ex, nihil expetendis in mei. Mei an pericula euripidis, hinc partem.

Las vidas paralelas de dos misioneras en África: “Hemos vivido muy intensamente”

Las vidas paralelas de dos misioneras en África: “Hemos vivido muy intensamente”

“Aquello era sacar de ti todo lo mejor: todas las ideas, todas las iniciativas… ¡Todo tu corazón! Y eso fue lo que hemos dado”.

 

Las dos vienen de pueblos, y se criaron ayudando a sus padres en el campo. Justi Sarmiento es de Urdiales del Páramo, en León. Oliva Pedrayes procede de Santa Eugenia-Villaviciosa, en Asturias, hija de unos padres “con fuertes valores”.

A las dos se las despertó una fuerte vocación social en la universidad, a principios de los años 80. Oliva se decantó por Geografía e Historia, en Valladolid. Vivió siempre en La Rondilla, “un barrio obrero muy militante”, aunque también trabajó en proyectos con población gitana en Los Pajarillos.

Junto a un grupo de compañeros de estudios, puso en marcha la Asociación Cultural-Educativa “La Palabra “, escuela para gente obrera y jóvenes que no habían tenido acceso a una cultura básica, lo que después ofrecerían los centros cívicos y sociales”. Al terminar la carrera, quedó muy marcada por un proyecto de verano en Guinea Ecuatorial. Estuvo trabajando durante dos años en el Colegio Jesús María de Valladolid, conocido como “El Museo”, pero con África ya siempre en el pensamiento. “Mi compromiso en la vida religiosa tenía todo el sentido en la frontera. Hablé con la general, Catalina Serna, que fue nuestra Arrupe. Me ofreció el mundo entero: Asia, América, África…”. La decisión estaba clara. Y Guinea Ecuatorial había lanzado a España una petición de cooperantes en educación y salud, tras la dictadura de Macías. “Como yo entonces no estaba muy ducha en francés, esa parecía una muy buena opción”.

¿Sigues pensando en irte a misiones?

Compañera de noviciado de Oliva en Valladolid fue Justi Sarmiento. Sus padres, dice, fueron las únicas personas del pueblo (relativamente) sorprendidas cuando anunció su vocación religiosa. En las vacaciones, durante sus estudios de Magisterio, cada hueco que le dejaban las labores del campo lo dedicaba a reunir a todos los niños del pueblo para practicar la lectura y la escritura. Y si alguna vecina no podía caminar, ella iba a su casa y le fregaba la casa entera.

Empezaba a madurar la vocación para misiones, pero aún Justi no le había puesto nombre. “La general, Catalina Serna, se reunió con las novicias, algo que entonces no era nada corriente. Nos preguntó qué deseábamos en el futuro, y yo, sin pensarlo mucho, le dije que irme a misiones. Cuando profesé, me destinaron a León, y estuve dando clase a un grupo de 5 años”. Pasó por su comunidad la provincial, Lourdes. Misma pregunta y misma respuesta. “Ah, ¿sí? ¿A misiones? Muy bien, muy bien. ¡Síguelo pensando!”. La misma conversación al año siguiente. “Al tercer año, pensé: ‘Esta vez no le digo nada’. Y entonces ella me pregunta: ¿Sigues pensando en aquello de irte a misiones?’”.

Primera parada, Lyon, para estudiar francés. “Y de allí, en el 83, me voy a la República Democrática del Congo”, que entonces se llamaba Zaire. Con Mobutu, el país había empezado a degradarse. Las carreteras se hacían cada vez más intransitables. Y los servicios públicos “empezaban a carecer de lo básico (agua, luz, pupitres, medicamentos…)”.

A la vez, Justi se encontró con jóvenes profesionales “muy bien formados” y mejor predispuestos. “Y el pueblo conservaba unos valores muy fuertes, africanos, que no se los había dado la colonia: alegría, hospitalidad… ¡Qué trato! Te sientes verdaderamente hermana y hermano”.

Aquella vitalidad desbordante se alía con la menos desbordante ilusión de la misionera, y entonces cualquier sueño es posible. “Intentábamos, con nuestro trabajo, mantener escuelas, pozos, dispensarios y hospitales, para que pudieran seguir funcionando”. Las hermanas llevan también a cabo proyectos de desarrollo comunitario, luchas por la justicia social, construyeron pozos y cisternas… “Nadie te frenaba”, cuenta Justi. “¡Quién se ponía a frenarme a mí en todas esas aventuras! ¡Nadie! Aquello era sacar de ti todo lo mejor: todas las ideas, todas las iniciativas… ¡Todo tu corazón! Y eso fue lo que hemos dado”.

Lo más duro, el regreso

Comparte Oliva esa misma sensación de llegar a un lugar donde todo está por hacer. En su caso, en Okong-Oyek, en plena selva de Guinea Ecuatorial. Pero primero toca ver, oír y aprender. En silencio. “Me mandaron a Camerún, con un médico especialista en desarrollo, a conocer proyectos de desarrollo autóctonos, de base local. Estuve viendo experiencias de molinos de aceite, de palmera enana, de desarrollo agrícola… Y trasplanté todas esas idea, con el apoyo por supuesto de la comunidad, pero siempre con mis ideas, muy creativa, joven, y con toda la libertad del mundo. ¡Nadie me ponía ningún freno!”. En Okong-Oyek , por aquel entonces, “no había luz, no había agua… El centro de salud, de la época colonial, estaba destruido. La escuela, lo mismo. Con Manos Unidas y otras organizaciones, se comenzó una iniciativa de desarrollo integral amplia, con unos 30 poblados implicados”.

Fue “una experiencia intensísima de comunidad, entre nosotras las religiosas, y con la gente del pueblo, que era maravillosa”. A lo largo de los 11 años que estuvo allí, “montamos un centro de capacitación rural, construimos una docena de pozos con cilindros de hormigón, se hicieron 18 escuelas…”. Las hermanas se encargaban de presentar y justificar los proyectos, pero la gestión corría a cargo de la población local.

De manera especial, disfrutó de sus trabajos como De manera especial disfrutó de sus trabajos como animadora pastoral, de desarrollo y profesora, ya fuera formando a maestros locales, en escuelas, institutos o en la escuela de magisterio de Bata, donde Oliva enseñó geografía e historia de África, y dejó a un buen número de discípulos, “algunos son grandes profesores”, a quienes contagió su entusiasmo por la materia. Su mayor orgullo son todos esos chiquillos, hoy muchos de ellos con estudios universitarios. Cada vez que ha vuelto a pisar el país, no ha logrado recorrer muchos metros sin que alguno de ellos la reconociera y la parara efusivamente por la calle.

Imágenes de Okong-Oyek

 

¿Y los problemas? “¿Controles militares?, sí. ¿Serpientes? También. ¿Paludismo? Nuestro día a día. ¿Miedo? A nadie”, responde. “Yo me iba por el bosque, sola, a buscar madera, a llevar comida a donde fuera, y nunca me pasó nada. El respeto que nos tenían era impresionante. Y una valoración, por encima de lo que valíamos nosotras. Han puesto nuestro nombre a niñas… Es… otra cosa. Te sientes hermana. No hermana monja –matiza–, sino hermana”.

La vuelta a España no fue fácil. En su caso, regresó en 2014 para cuidar de su madre ya mayor, que moriría tres años después. Durante ese tiempo trabajó durante un corto período en un colegio de Asturias. En 2018 pudo regresar a Guinea, pero enfermó, y desde el verano de 2019 reside en España.

“Después de 27 años en misiones, una no se acostumbra fácilmente a la nueva realidad. A veces sueñas con volver”.

Colegio Vedruna en Añisok (Guinea Ecuatorial)

Justi ríe y asiente. “Cada vez que en Manos Unidas nos reúnen y pasan lista, te encuentras con lo mismo. ¿Fulanito, 85 años? Se ha vuelto. ¿Fulanita, 90 años? Se ha vuelto. ¿Por qué?, preguntas a gente cercana. ‘Porque aquí no se adaptaba’. ¡Y yo los comprendo! Si estoy aquí aquí es porque no puedo irme”, añade.

También Justi tuvo que regresar para cuidar en sus últimos meses a su madre enferma. Ahora vive en Madrid, en la Comunidad de Antonio Machado, una casa de puertas abiertas a jóvenes subsaharianos en colaboración con el Servicio Capuchino para el Desarrollo y la Solidaridad (Sercade). África ha venido a ella. “Estoy feliz”, dice. Pero no puede evitar cierta nostalgia por todo lo que deja atrás en varios países, abriendo nuevas misiones o sosteniendo el trabajo de otras hermanas Vedruna desde su responsabilidad como provincial.

Ni siquiera la guerra civil que le tocó vivir en el Congo o alguna noche en el calabozo empañan sus recuerdos. “Dicen algunos que los africanos son violentos. ¡Qué va! ¡Todo lo contrario! ¡Pero si Mobutu [dictador derrocado en 1997] tuvo que rodearse de mercenarios, porque no había quien luchara por él!”.

Algún encontronazo, confiesa, ha tenido con militares, y algo que le llama la atención es no haber sentido nunca miedo. “Hemos luchado de una manera arriesgada, ¡pero es tan bonito! No es que tú quieras buscarte problemas. Es esto que, por dentro, dices: esto es Evangelio. Es como una necesidad vital de justicia, que te hace que no puedes permitir que ciertas cosas a tu alrededor sigan ocurriendo. Y te implicas. Aquí, en España, parece que tienes que ir a buscar a los pobres, montar un proyecto. Allí se trata simplemente de estar. Y sí, económicamente son pobres, pero de una riqueza humana que no la encuentro aquí. Por eso es tan dura siempre la vuelta para el misionero”.

Una evangelización explosiva

Uno de los países en los que abrió casas Justi es Gabón, comenzando por Moanda, una región cercana al Congo-Brazzaville donde el cristianismo resultaba totalmente desconocido. “Era fantástico porque la gente te escuchaba”, afirma. “Veían lo que hacíamos en la escuela, con los niños. O con la alfabetización de adultos. Y sin decir nada a nadie, la parroquia comenzó a llenarse y empezamos a formar a catequistas locales. En resumen, una evangelización explosiva”.

En la capital, Libreville, la prioridad eran los niños de la calle. Y los enfermos mentales, escapados de un centro psiquiátrico desbordado con la atención. Fue así como se puso en marcha en esta ciudad el centro de menores Arc en Ciel y el centro Espoir, para chicas. “Empezamos a ver en el mercado a niñas vendiendo con una palangana. No eran de allí. Te acercabas y huían. Aquello olía a gato encerrado”. Investigaron y descubrieron que habían sido vendidas por sus familias. “Eran víctimas de esclavitud laboral y malos tratos”.

Tras muchos esfuerzos, consiguieron que acudiera la primera niña al centro Espoir. Y poco a poco se fue extendiendo la voz. “Eran de diferentes países. Intentamos conectar con las embajadas y repatriarlas. Pero al ser repatriadas eran de nuevo vendidas, y nunca llegaban a sus propios países”. A partir de ahí, decidieron abrir una comunidad en Lomé (Togo).

Al centro de Lomé “llegaban apagadas, muertas de miedo, despavoridas… Se encerraban en la habitación a oscuras. Al tercer o cuarto día empezaban a salir un poco, Cuando Mamá Fadila o la hermana Emilia les hablaban en su lengua, se sentían ya en confianza. Traían experiencias que nunca hubiera podido imaginar. Recuerdo a la que hubo que operar tres veces porque llegó con sus órganos reproductivos destrozados”.

Gajes del oficio

Una llamada de su cuñada, avisándole a Justi del deterioro de la salud de su madre, precipitó su regreso a España. “Le quedaban semanas, pero por la alegría de que volviera su hija, duró más y pude estar con ella todo un año”.

Regresó al continente africano, a Guinea Ecuatorial, pero en 2016 la enfermedad se interpuso. “Llegó verde”, cuenta Oliva.

Justi ríe. En unos días, le toca volver al hospital a hacerse unas pruebas por uno de esos “bichitos” que todavía anda rondándole por el cuerpo y sigue dándole la lata. Gajes del oficio. Pero “qué bonito refrescar todo esto”, dice. “De verdad, hemos vivido muy intensamente”.

Fecha

octubre 22, 2021

Categoría

Otras