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“Mujer, ¿Qué tienes que ver conmigo?”

“Mujer, ¿Qué tienes que ver conmigo?”

“Mujer, ¿Qué tienes que ver conmigo?”

Cristina Pascual, de la Congregación de Hermanas de la Caridad de Santa Ana, ha sido la encargada de cerrar este domingo las Jornadas de Formación 2022, celebradas en el Centro Vedruna de Valladolid con el lema: “Mujer, ‘¿qué buscas?’ La mujer en la Iglesia y en la sociedad”, con esta reflexión sobre María de Nazaret:

 

“Mujer, ¿Qué tienes que ver conmigo?” (Jn 2, 4). La presencia de María en las identidades de las mujeres contemporáneas

Cristina Pascual Alconchel

 

 

Introducción

  1. “Érase una vez…” la identidad femenina
  2. El “trio de ases”. Virgen, madre y esposa.
  3. Cuerpo, libertad y relación. Trazos marianos que inspiran identidades

Introducción

Siento la extraña sensación de que por más que me pregunto “¿Qué es ser mujer?” no encuentro una respuesta que me deje del todo tranquila. Un nudo de preguntas me acompaña: ¿quiénes somos las mujeres?, ¿qué es aquello que nos une?, ¿qué dicen nuestros cuerpos sobre nosotras?, ¿qué dice el arte y la cultura?, ¿a qué llaman el “genio femenino”? Y – en medio de todo esto – tú, María ¿quién eres realmente y qué tienes que ver conmigo? Lo confieso, todas estas preguntas nacen del extrañamiento, de observar las situaciones más cotidianas, como si no lo fueran; de un aproximarse a los códigos que regulan la identidad femenina como un marciano venido de otro planeta. Y entonces, ¡sorpresa! Lo evidente parece no serlo tanto.

Como mujer algo “marciana” creo que las identidades no se eligen del todo. A las identidades también se llega. Éstas se construyen, se asignan, se atribuyen y vienen de la mano de convicciones, desconocimiento y trasmisión de unos códigos y valores. La fe no es algo aislado a esto. Nuestra identidad creyente es también, de alguna manera, nuestra identidad personal. Lo que confesamos y creemos se va instalando, poco a poco, en nuestros cuerpos y va construyendo quiénes somos. De ahí que la pregunta que formuló Jesús a María en el evangelio de Juan (2, 4): “Mujer, ¿Qué tienes que ver conmigo?” dé título a este texto1.

María de Nazaret es una mujer apasionante. En nuestra fe, ella ocupa un lugar central como discípula y Madre de Jesús. La presencia de María recorre la historia de la Iglesia en forma de preguntas sobre el tipo de relación que guarda con Jesús y qué nos está diciendo esta relación a nosotros sobre lo Divino y sobre lo humano. Pero María no sólo está presente de una forma especial en nuestra fe, también lo está en la cultura: esculturas, pinturas, santuarios, fiestas populares, tradiciones de milagros, nombres de calles, pasos de Semana Santa, carátulas de CDs de Madonna (The Immaculate Collection, 1990) y hasta en videoclips de C. Tangana. Podemos decir que, de una manera o de otra, en todos y todas hay algo de María.

Un diálogo sobre las identidades, cómo éstas se conjugan con la fe, y cómo influye la presencia de María en las identidades de las mujeres contemporáneas, es lo que me propongo abrir en las siguientes líneas.

  1. “Érase una vez…” la identidad femenina

“Modulación”, así se conoce el paso de una tonalidad a otra. Cuando una pieza musical que comienza en una determinada tonalidad es llevada hacia otra tonalidad, por lo general, se dan unos pasos intermedios. Tonos o acordes que ya no pertenecen a la tonalidad inicial y que anuncian un cambio, una modulación. Esta palabra, modulación, quizá sea la palabra que mejor describe la sonoridad de cada una de nuestras vidas y – en estos momentos de la partitura – una de las que mejor refleja lo que nos está pasando socialmente con las identidades y el género. Hasta hace relativamente poco, la tonalidad de la identidad femenina podría sonar a algo así: “Érase una vez una niña muy buena, muy buena, que jugaba a papás y mamás con sus muñecas. Cuidaba de sus hermanos y se portaba bien en la escuela”. Pero la realidad es que, si observamos nuestra sociedad, hay ciertos acordes introducidos en la identidad femenina que ya no pertenecen a esta tonalidad inicial. Hay ya acordes que anuncian una sonoridad diferente.

Lo que se ha dicho sobre nosotras, las mujeres, desde las ciencias sociales suele girar alrededor de tres conceptos: género, maternidad y el espacio público-privado. Comencemos con estos tres conceptos para luego ir en busca de esos acordes que anuncian sonoridades diferentes y poder preguntarnos, desde ahí, qué papel juega María en la representación de la identidad femenina para las mujeres contemporáneas.

Abordaremos primero el concepto de género. Entendemos aquí por género el conjunto de características diferenciadas que cada sociedad asigna a varones y mujeres. Siguiendo a Joan Scott, el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen sexos y, además, el género es una forma de relaciones significativas de poder. Esta autora identifica cuatro elementos constitutivos del género: 1) símbolos culturales disponibles que evocan representaciones múltiples, 2) conceptos normativos que ofrecen interpretaciones a esos símbolos en un intento de limitar sus posibilidades evocadoras, 3) nociones políticas y referencias a las instituciones, y 4) la identidad subjetiva. Asumiendo estos cuatro elementos, colocamos las relaciones de poder en el núcleo del concepto de género. Es en el marco de estas relaciones donde se encuentran procesos en constante tensión que construyen identidades2.

Si, como acabamos de decir, en el núcleo del concepto de género se encuentran las relaciones de poder en constante tensión, tenemos que decir ahora que en el núcleo de la identidad de género femenina se ha colocado tradicionalmente la maternidad. Frecuentemente, la experiencia femenina se reduce a lo que, generalmente, comparten los cuerpos femeninos: la capacidad reproductora. Así la mujer se equipara a la madre, y ser madre se propone como una categoría de sentido para las mujeres. Sin embargo, la vida nos dice que el ejercicio de la maternidad no es una decisión determinada única y exclusivamente por las condiciones biológicas que, además, existen muchas maternidades, y que el elegir voluntariamente no ejercerla es una opción posible. La vida de las mujeres se puede articular también desde otras categorías de sentido.

Por lo general, estas categorías de sentido disponibles se han venido jugando en dos grandes espacios que organizan y distribuyen las actividades y opciones tanto de varones como de mujeres. Estos dos grandes espacios son: 1) el doméstico o privado, ligado a la maternidad y al mundo de los cuidados y 2) el espacio público, ligado al mundo de las relaciones comerciales y las relaciones entre ciudadanos. Siendo esto así, el espacio doméstico o privado sería el lugar apropiado para el desarrollo y las opciones vitales de las mujeres y el espacio público para el de los varones. Pero, una vez más, la realidad es más amplia que nuestras encorsetadas distinciones teóricas y lo que constatamos es que tanto varones como mujeres se mueven, viven, transitan entre estos dos espacios de maneras distintas, haciendo que los límites de ambos sean difusos y que la dicotomía entre lo público y lo domestico-privado se esté continuamente reconfigurando. Es en este concepto del par público-privado donde vemos más claramente la “modulación” y sus tensiones: 1) por un lado, las mujeres no están sólo en el espacio domestico o privado – y quizá nunca hayamos estado, sólo y exclusivamente, ocupando ese espacio – 2) y, por otro lado, el espacio público ha ido creado dentro de él un espacio público-domestico de cuidados en el que, varones y mujeres, participamos como ciudadanos. El desarrollo de este “tercer espacio” lo venimos observando desde comienzos del siglo XX y es a ese espacio de relaciones basadas en el cuidado al que el Papa Francisco en sus últimas encíclicas, Fratelli tutti y Laudato si, nos está invitando.

  1. El “trío de ases”. Virgen, madre y esposa.

Los tres conceptos que hemos presentado, género, maternidad y espacio público-privado, guardan una estrecha relación con el “trío de ases” que ha definido tradicionalmente a María. Ella es la siempre Virgen (espacio privado), Madre de Dios (maternidad) y Esposa del Espíritu Santo (género/relaciones de poder). A continuación, vamos a intentar adentrarnos en estas conexiones, dar una posible explicación al por qué se producen y rescatar los aspectos más sugerentes que nos regalan.

La devoción a María forma parte de nuestra identidad católica. Su figura ha ido elaborando gran parte de nuestro imaginario creyente y esto, lo ha hecho a través de lo que podemos llamar, “artefactos culturales” (obras de arte, devociones, festividades…etc.) que nos ofrecen marcos de comprensión. Modos de leer el mundo y de leernos. Dicho de otra forma, identidades posibles que entran en juego con nuestra subjetividad en la búsqueda de un tenso equilibrio entre lo que se nos ofrece como identidad y lo que sentimos como genuino, como propio. Además, en el interior de estos marcos encontramos códigos de conducta, valores y normas, que orientan e impulsan nuestras acciones. En el caso de María, este imaginario colectivo puede resumirse con tres palabras: virgen, madre y esposa. Un “trio de ases” presente de forma significativa en la vida de las mujeres. Como ya apuntaba el teólogo Karl Rahner en su ensayo Mary and the Cristian Imagen of Women (1983), la imagen de María en la Iglesia siempre ha estado ligada a la imagen de la mujer en un momento determinado. Hoy la imagen de la mujer, en su condicionamiento cultural, está conociendo un cambio radical, y ello plantea serias cuestiones sobre la imagen de María3. Dicho de otro modo, si nos detenemos a observar nuestros marcos de comprensión descubrimos con cierta facilidad lo siguiente: en el interior del marco de comprensión de María hemos comprendido como debían ser  y comportarse las mujeres católicas y en el interior del marco de comprensión de la mujer hemos comprendido como debía ser y comportarse María. Sin embargo, como venimos diciendo, estamos en un tiempo de “modulaciones” y los límites de estos marcos se están redibujando. Por eso, puede resultar hoy interesante volver a pasar por las categorías de virgen, madre y esposa, para escuchar dentro de ellas otras sonoridades.

María siempre virgen. En el símbolo de los apóstoles, o credo occidental, afirmamos que Jesús “nació de Santa María Virgen”. Una afirmación algo embarazosa para la mayoría de los creyentes contemporáneos: ¡Que Jesús nació de una madre virgen!, pero que encontramos algo más explicada en el credo oriental de Nicea-Constantinopla: “Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Y es que, la virginidad de María, en primer lugar, no es la afirmación sobre una antropología hostil al cuerpo y a la sexualidad, ni un misterio relativo a ella, sino más bien, es la afirmación de un misterio referido principalmente a la identidad de Jesús, una pregunta por su origen y por su en-carnación; un testimonio de la presencia de Dios en Cristo. En segundo lugar, la concepción virginal de Jesús afecta – indudablemente – a María; a su forma de experimentar la salvación y a su forma de relacionarse con Dios. Decir que Jesús “nació de Santa María Virgen” es decir que Dios contó, para venir a la carne (1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7), con una mujer que vivió desde ese espacio virginal – interior, personal, intimo e inconquistable – a partir del cual es posible amar libremente y ser co-creadores. Lejos de hacer de la virginidad de María un emblema de enclaustramiento, el arte a lo largo de la historia ha plasmado este espacio virginal como un jardín interior, como un Hortus conclusus abierto al cielo. Como esa habitación, de la que habla Virginia Woolf, desde la cual poder pensarse. Ese lugar desde donde poder escribir la propia vida y encontrar la voz propia. Más que una realidad biológica, contemplada así, la virginidad indica autonomía interior, coherencia con el yo íntimo, independencia, ausencia de miedos, libertad para hacer lo que se hace porque, lo que se hace, es verdadero.

María, madre de Dios. Una vez resuelta la pregunta por la identidad y el origen de Jesús – verdadero Dios y hombre –, la fe cristiana pudo afirmar que, en Jesús, es Dios mismo quien nace y, por lo tanto, decir que María es Madre de Dios. María es madre del único que es personalmente la Palabra de Dios. Ella es, por tanto, la portadora y paridora de la Palabra que se encarna en el útero concreto que la acoge. Una Madre, discípula y maestra, que nos aproximó a lo que no podíamos tocar desde su corporalidad: a partir del nacimiento del Hijo lo transcendente puede ser “tocado” y conocido a través del tacto. El tocar implica proximidad y para tocar debo también ser tocado. Nuestra piel, al mismo tiempo que se expone, acoge lo que tocamos. Cada uno de nosotros, a imitación de María, somos capaces – mediante la cooperación con el Espíritu Santo – de concebir y hacer nacer en el mundo lo que hemos “tocado”: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida os lo anunciamos” (1Jn1). Como predicaba Agustín: “Nosotros tenemos el valor de llamarnos madre de Dios”4, porque al estar preñados de la fe en Cristo, alumbramos al Salvador en este mundo. Todos estamos destinados a ser madre de Dios, porque Dios siempre está necesitado de nacer. María, la Madre de Dios, puede recordarnos hoy que nuestro cuerpo es capax Dei y que Dios es capaz de la carne.

María, esposa del Espíritu Santo. Una mala interpretación del papel que desempeña el Espíritu Santo en el relato de la Anunciación – “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35) – podría hacernos pensar que el Espíritu actúa en María como una especie de “principio masculino” con poder procreador y que ella responde “sí” en un acto de sumisión a la voluntad de Dios que, en este caso, sería imaginado como una autoridad masculina. Así, María, seria modelo de una humildad entendida como falta de voluntad propia. En palabras del mariólogo René Laurentin “modelo psicológico de persona menor perenne”5, tímida y dulce, dirigida por otros, sin objetivos propios. Sin embargo, lejos de esta mala interpretación, el Espíritu de quien habla Lucas en el relato de la Anunciación, es revelación de Dios que hace posible la libertad de María en la misma medida en que Dios se comunica6. Es decir, Dios se manifiesta a sí mismo para entrar en relación con María, a la vez que ella acoge y se relaciona con Dios, desde la libertad, hospedando a Dios mismo en su propio hogar. Fruto de esta relación, como fruto de cualquier relación verdadera, Huésped y hospedera se verán “afectados”, “modificados”. En la medida en que acogemos al otro en la propia casa, esa acogida nos transforma también a nosotros, ya que el ejercicio de la hospitalidad tiene siempre una dinámica relacional bidireccional. Así, el Huésped se hizo carne (Jn 1,14) y la hospedera modelo para todo creyente (LG VIII, no53).

  1. Cuerpo, libertad y relación. Trazos marianos que inspiran identidades

El escuchar estos acordes diferentes en María Virgen, Madre de Dios y Esposa del Espíritu Santo nos conduce hacia una “sonoridad mariana” que habla de cuerpo, relación y libertad como tres posibles “tonos” que inspiran identidades creyentes comprometidas con aquello que nos hace más humanos; es decir, con la vulnerabilidad y con el cuidado.

Cuidar es – según la escritora y activista Carol Adams – “energía llevada al otro: inteligencia, tacto, observación y emoción. Cuidar es la oportunidad de ser vulnerable con otra persona, protegiendo su vulnerabilidad, pero exponiendo la propia al estar disponible, presente7”. El cuerpo es el que nos posibilita estar presentes, es el lugar de la vulnerabilidad y de los cuidados y es, también, el lugar desde el que percibimos la presencia de Dios y desde donde nos relacionamos con Él. La incapacidad de entrar en comunión con Dios es más el efecto de un cuerpo ignorante que de una mente no instruida8. Las palabras, los conceptos, son necesarios porque nos ayudan a distinguir y dividir realidades, pero la corporalidad une y forma la base de una comprensión empática de lo experimentado. Cuando cuerpo y mente se viven separados o enfrentados, en ocasiones, la mente silencia al cuerpo y la experiencia espiritual se convierte en un fenómeno intelectual, en una creencia y no en una fuerza vital. Pero, la fe más que una creencia a proteger tras muros de castillos de razones es una actitud corporal de disposición y apertura a la vida. María, por la fe – “¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá!” (Lc1,46) – dispuso el cuerpo. Ella gestó, gritó en el parto, amamantó, crio, educó, acompañó y sostuvo el cuerpo de Jesús crucificado.

Cuidó con inteligencia y tacto la vulnerabilidad del Dios encarnado y lo hizo exponiendo el propio cuerpo: haciendo de él un espacio de concepción, un espacio de vida para otros.

Sólo desde la libertad podemos exponer el cuerpo, estar realmente disponibles y presentes. La virginidad de María nos enseña que cuanto más centrada está la persona en ese espacio interior virginal, más capacidad de darse y amar tiene. La “energía llevada al otro” nace de la “propia voz encontrada”, de la originalísima singularidad personal ofrecida, fruto del echar raíces, tras horas pasadas a solas en el “jardín interior”. En el pensamiento de María Zambrano el Adsum – “Aquí estoy” (Lc1,38) – de María supone un nacer a la vida desde la conciencia: “Nacer sin pasado, sin nada previo a qué referirse, y poder entonces verlo todo, sentirlo, como deben sentir la aurora las hojas que reciben el rocío; abrir los ojos a la luz sonriendo; bendecir la mañana, el alma, la vida recibida, la vida ¡qué hermosa!” 9. Contemplada así, la virginidad de María denota una actitud existencial de radical libertad, de apertura y disponibilidad ante el misterio divino, ante la voz encontrada y ante el poder recreador del Espíritu. Su “sí” a Dios fue al mismo tiempo un “sí” a la totalidad de su propio yo, un compromiso con su vida, con su verdad más profunda.

Pero, este espacio interior, genuino y virginal, no es un lugar a proteger – sí es un lugar a reconocer – ni es tampoco un lugar en el que aislarnos. Somos seres en relación y en el tipo de relaciones que generamos, nos la jugamos. Desde el útero materno vivimos gracias a un encuentro. Esto significa que desde nuestros primeros instantes de vida estamos programados para relacionarnos. La capacidad de cooperación está inscrita encarnacionalmente en nuestra constitución fisiológica: las propias células de nuestro cuerpo son organizaciones cooperativas ¡Somos cooperadores que estamos hechos de cooperadores! Y quizá sea por eso, que la feroz competencia de nuestros estilos de vida nos deja con una sensación de herida profundamente debilitante10. En el relato de la Anunciación, Dios se manifiesta a sí mismo para entrar en relación con María y, a la vez, ella acoge y se relaciona con Dios. Sí, como señala la teóloga Elizabeth A. Johnson, la historia de María es la historia de “una mujer que cooperó en la divina aventura de meter al Redentor en la carne humana”11 y esta historia es la que nos salva. Saber escucharnos, y con inteligencia – como María – preguntarnos: “¿Cómo será eso?” (Lc 1, 34), ser capaces de reconocernos como “llenos de gracia” (Lc 1,28), sostenernos en nuestros temores – “No temas, María” (Lc 1,30) – y exponernos a que en el contacto con el otro seamos “modificados” (Lc1, 35), pueden ser algunos “rasgos marianos” que hagan de nuestras relaciones un espacio de cuidado.

Considero que los tres “tonos marianos” aquí expuestos: cuerpo, relación y libertad, responden no sólo a las “modulaciones” sociales que estamos viviendo sino, también, al modo en que el Concilio Vaticano II resituó la figura de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Tras el Concilio, el capítulo VIII de Lumen Gentium, la exhortación apostólica Marialis Cultus (1974) y la carta encíclica Christi Matri (1966) definirán los caminos y desafíos que debe abordar la mariología contemporánea. Entre los desafíos, está la pregunta por cómo presentar una figura de María que sea significativa y no resulte incómoda, desconcertante o incluso difícil de comprender para el creyente contemporáneo: “es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada en las condiciones de vida de la sociedad contemporánea y, en particular, de las condiciones de la mujer”12. Y el camino para abordar este desafío, es presentar a una María unida a Cristo pero inserta en la historia de la salvación, a quien se le reconoce como la gran receptora de la Palabra y como modelo del creyente: “no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo13”.

María como primera y más perfecta discípula de Cristo, sigue teniendo hoy algo que decir a las identidades creyentes de las mujeres y de los varones contemporáneos. Ella puede seguir siendo para todos nosotros camino hacia Cristo – ad Cristum per Mariam – desde su humanidad que dio a luz en el mundo a la Divinidad.

1 Pregunta que rescata la teóloga Tina Beattie en: Tina Beattie (2002). God`s Mother, Eve`s Advocate, Nueva York, Continuum, p.1.

2 Joan Scott (2008). Género e historia, México, UACM, p. 65.

3 Karl Rahner (1986). Mary and the Christian Imagen of Women, en Theological Investigations, vol.19, Nueva York, Crossroad, p. 217. Citado en Elizabeth A. Johnson (2005). Verdadera hermana nuestra. Teología de María en la comunión de los santos, Barcelona, Herder, p. 35.

4 San Agustín, Sermón 72A. 8

5 René Laurentin (1969). “Mary and Womanhood in the Renewal of Chrintian Anthropoloy”, Marian Library Studies 1, p.78. Citado en Elizabeth A. Johnson (2005), Op. cit, p. 47.
6 Cf. Karl-Heinz Menke (2007). María en la historia de Israel y en la fe de la Iglesia, Salamanca, Sígueme, pp. 144-145.

7 https://caroljadams.com/caregiving-intro

8 Talad Asad (1997). “Remarks on the Anthropology of the Body” en Sarah Coackey, Religion and the Body, Cambridge, Cambridge University Press, p. 48.

9 María Zambrano (1989). Delirio y destino, Madrid, Mondadori, p.21
10 Cf. Diarmuid O`Murchu (2017). Incarnation. A new evolutionary threshold, Nueva York, Orbis Books, p. 109.

11 Elizabeth A. Johnson (2005). Verdadera hermana nuestra. Teología de María en la comunión de los santos, Barcelona, Herder, p.20.
12 Pablo VI (1974) Marialis Cultus, no 34
13 Ibid. no 35

Fecha

julio 10, 2022

Categoría

Otras